Hace 40 años, una trilogía de aventuras galácticas donde se enfrentaban los dos bandos bien diferenciados de la luz y la oscuridad nos cautivó. Luego tuvimos unas precuelas que, lejos de esa capacidad para maravillar, eran puro entretenimiento. Y entonces, llegó el Episodio VII para recordarnos aquella nostalgia, aquel humor liviano que poseían las originales, aquella camaradería entre personajes. Un Episodio VII que repetía esquema con 'Una nueva esperanza' en cuanto al viaje clásico del héroe, pero repartiendo nuevas fichas sobre el tablero, y ofreciéndoles un horizonte distinto al de Luke, Leia y Han Solo. Un Episodio VII necesario para que la idea a destacar de 'Los últimos Jedi' - romper con lo anterior, marcar un nuevo camino - sea efectiva. Y por mi parte, todo bien. No tengo ningún problema con la evolución de la saga, con desmarcarse de la tradición, con respetar la nostalgia pero superarla.
'Los últimos Jedi' es la más atrevida aventura de la saga, es un desafío a varios niveles por varios motivos. Primero, porque planta cara al fandom más conservador y no se rinde a lo que esta gente quiere desesperadamente, abriendo la ventana para que entre aire fresco, lo que no significa que les falte el respeto, ni mucho menos. Tiene las agallas de poner a un personaje como Luke Skywalker, un personaje mítico que apenas tuvo dudas sobre el destino que debía tomar dentro del bando bueno, en la tesitura de no ser capaz de soportar el peso de su leyenda, de tener dudas morales, de cuestionar a la propia orden Jedi para la que tanto esmero dedicó por resucitarla. Un Luke pesimista y acobardado. Eso sin olvidar que sigue siendo Luke Skywalker, el héroe por antonomasia de 'Star Wars', y ofreciéndole un clímax a la altura de lo que representa. Pero que acepta que hay un relevo generacional, representado por Rey, que debe tomar su propio camino, que tiene tanto derecho como él y como todos los que contemplaron sus hazañas en la época a la que pertenecen a tener sus propios héroes herederos de los de antaño, que el futuro pertenece a esa generación, y que anclarse en el pasado es resignarse a un bucle eterno que carece de progreso.
La película también es un desafío porque, en coherencia con lo anterior, ni lo oscuro es tan oscuro, ni lo blanco es tan blanco, una división que en Star Wars siempre ha estado bastante definida y limitada. Hay muchos grises en esta película. Héroes y villanos que dudan, que se equivocan, impulsivos, humanos. Y que fallan en sus objetivos. Mientras en las precuelas los planes del lado oscuro progresaban y salían bien, y en la trilogía original los planes del bando rebelde eran los que siempre acababan triunfando sin salirse demasiado del tiesto, aquí unos y otros tropiezan en varias ocasiones. Eso se ve en las decisiones que deben tomar los personajes: la Resistencia, acosada constantemente por la Primera Orden, compartiendo punto de vista con un Poe Dameron cuyo arco crece a pasos agigantados a base de enfrentamientos con sus líderes Leia y Holdo de visión más humana y sensata (al más puro estilo 'Battlestar Galactica'); y Kylo Ren, cuya trayectoria hacia el bando oscuro tiene mucho más sentido y es más madura que la que en su momento tuvo Anakin Skywalker. Igualmente, este desafío responde a un tono de drama político, social y bélico mucho más maduro y revolucionario que el que poseyera cualquier otro episodio de la franquicia. Mientras que estos temas pasaban por las anteriores entregas de una manera fácil y asequible, el Episodio VIII habla con franqueza de la trata de esclavos, de la sinrazón de las religiones como instrumentos morales, de los refugiados, de las consecuencias de la guerra, o de las desigualdades sociales.
Y por si fuera poco, un último desafío: reparte tollinas a todos. Se carga de un plumazo ideas horribles de las precuelas, dando a la Fuerza el sentido que debe tener (a tomar por culo los midiclorianos); señala al fanatismo - tanto al religioso como al cultural - como principal traba para el desarrollo; pone en cuestión que un a un villano no se le pueda caricaturizar, que no se les pueda humanizar, que no se les pueda exponer al ridículo, y en definitiva hace un ejercicio con ellos de deconstrucción y desmitificación que sienta genial, siendo capaz de soportar sus dramas, su rabia y su amenaza sin necesidad de recurrir a un carácter perpetuo de tensión; da un pescozón al linaje, se ventila la idea de que para ser alguien en este universo haya que ser heredero de una estirpe o haya que ser especial, cualquiera puede convertirse en héroe o villano por sus propias capacidades.
Todas estas virtudes no serían nada sin la capacidad de hacernos sentir cercanos a lo que se cuenta y a los personajes que transitan por ella. En 'Los últimos Jedi' temes constantemente por la vida de sus protagonistas, te cabreas con ellos cuando sabes que la están cagando, te alivia cuando se encuentran y te angustia cuando se separan. Comprendo que haya un amplio sector del fandom echando humos: una película que te señala a ti mismo como parte de la causa de que los iconos y símbolos culturales no tengan capacidad de progresar y tener desarrollos nuevos debe de doler. Pero mira, chico, supéralo y adáptate, o échate a un lado y perece. Ya no estamos ni en 1978 no en 1998, las normas del juego han cambiado y las están escribiendo personas que llegaron después y cuyas inquietudes son distintas a las que tuviste tú, y merecen ser contempladas. Porque Rian Johnson y los nuevos responsables de la franquicia, a diferencia de George Lucas, lo han comprendido: Star Wars es universal y no pertenece solo a quienes la disfrutaron en el pasado, que tiene futuro, y en ese futuro no tiene cabida lo ya visto. Esta es una galaxia demasiado grande como para anquilosarse en los mismos pilares eternamente.
9/10