Tarantino no concibió Kill Bill como una saga. Y yo no acostumbro a hablar de ella como dos partes, sino como una única película. Una duración desmedida, la desatada violencia y la autoconsciencia de que la batalla contra los 88 maníacos tenía sabor a clímax, hizo que los productores le sugirieran tal división, y por lo tanto me obligo a hablar de secuela. Segunda parte donde el autor calma su nervio, consciente del ritmo frenético y de las gloriosas exageraciones que había dejado en el Volumen 1, y se sosiega para redondear a los personajes, para dotarles de tiempo en el que puedan explicarse, y deja de lado los litros desparramados de sangre para volver la trama aún más violenta.
Violencia que no es explícita, ni está dibujada con la acción que ya vimos antes. La violencia es mucho más sutil, más cruel, y que hay que degustar a pequeños sorbos. Si volumen 1 era cerveza, volumen 2 es vino. Recurrir a lo físico hubiera sido redundante y dar más de lo mismo. Aquí los combates son verbales y psicológicos, con pausadas y tensas escenas consumadas con explosiones catárticas, una seña de identidad que siempre ha identificado a Quentin y que vuelve a recoger aquí. Parte de una explicación más poética y terrenal de lo que sucedió en la sangrienta no boda, los rivales son más viscerales, y volvemos a tener la oportunidad de contemplar la admiración por la cultura oriental con el capítulo de la tutela de Pai Mei. Además, dos de las batallas que suceden son complementarias en cuanto a los sentimientos que desprenden los rivales. En la primera, el odio desaforado que se tienen la Novia y la traicionera Elle Driver. En la siguiente, el doloroso amor que la protagonista y Bill se profesan.
Tenemos al Tarantino con sentimientos más enfrentados de toda su carrera. Mezcla ternura, compasión y nostalgia para enfrentarlos con la villanía más pura. Personajes capaces de traicionarse y guardarse los unos de los otros por ofrecer una lealtad casi enfermiza a su orgullo propio y a sus principios morales. Bill y la Novia, asesinos ya amantes, cada uno con su dolor particular, el episodio final se eleva en un crescendo conmovedor.
No falta a la cita una banda sonora que encaja como un puzzle, con muchos temas que se toman prestados a Ennio Morricone, y una fotografía que alude a clásicos westerns o a los clásicos más rebuscados del cine B. Deja intacta la esencia de la primera parte, la magnifica aún más si cabe, y deja una experiencia fílmica inolvidable.
9/10
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