miércoles, 20 de enero de 2016

Terciopelo azul. (David Lynch, 1986)

No me resulta nada sencillo hablar acerca de una película considerada obra de culto a la que yo no proceso tal devoción. Mirad, no hay nada que más me cabree en el cine que no saber si se me está tomando el pelo a propósito o que tal burla sea fruto de la casualidad. Es lo que Lynch consigue conmigo en esta película repleta de personajes absurdos, situaciones incómodas e ingenuas, diálogos pueriles, todo rebozado con un doble sentido que no logro acertar hasta qué punto es tal. 

Estoy de acuerdo en la caricatura que realiza el director sobre la sociedad superficial, y que las imágenes usadas para la broma se pegan en la retina. Ahora bien, a nivel narrativo había otras formas de llevarla a cabo. Se pueden crear personajes estúpidos, pues no hay nada que señale que no lo sean los que se dan cita en este film, sin caer en la propia estupidez. Por muy onírico que te pongas, por mucho que quieras simplificar las acciones de esos personajes para centrarte en el contexto en el que se mueven, por mucho que te escondas en la simbología y en el surrealismo de cada plano y de cada objeto usado, no me acabo de creer que lo que dispare la trama sea un chaval curioso que se encuentra una oreja humana tirada en un parque, la recoja como si nada, y la entregue en comisaría. No me creo tampoco su relación casual con el personaje de Laura Dern, al igual que no me creo el personaje de ella (a alguien no le enseñaron a llorar en la escuela de interpretación). No me creo la sobreactuación de un villano ruidoso y grotesco, pero cuya violencia y la de su pandilla es de preescolar y no perturba. Y para rematar, no me creo la forma con la que el personaje principal logra usurpar la casa de la mujer que va a ser el hilo conductor del resto de la película. Lo dicho: la historia podría ser buena, pero la narración es un atentado contra el buen gusto. ¿Que está hecho así intencionadamente? Pues que le cuenten a otro este cuento, porque a mí se me atraganta. 


Hasta aquí, lo único que me ha quedado claro es que Lynch decora muy bien su lienzo, que su relato acerca de lo misterioso que se esconde tras la vida complaciente queda patente, y que Isabella Rossellini sabe componer un personaje carente de psicología y es lo único a lo que realmente quiero aferrarme en esta historia. El tercer acto regala una imagen realmente macabra y que sí tiene verdadero trasfondo: la inmovilidad de los dos cadáveres en el apartamento de la cantante que interpreta Rossellini. Pero todo ello no salva una tensión decreciente, en la que la sugerencia queda suprimida en favor del histrionismo, e intenta vendernos un mundo extraño que no es más que una sucesión de situaciones inverosímiles. 


Lynch logra crear una atmósfera inquietante y un reverso tenebroso sobre la fachada del mundo idílico, pero lo hace al servicio de la nada. ¿Un pitorreo sobre la felicidad? Qué va. Cinismo sin causa, me temo. 

5,75 / 10


No hay comentarios:

Publicar un comentario